Este 2022: Los hijos invisibles de la coca
En un barrio invisible de Portoviejo sin escuelas ni trabajo, en una de las provincias más violentas del Ecuador, se vive del microtráfico de cocaína, polvo y marihuana.
La alarma de un microondas blanco pita y alerta a Bartolo*. “¡Chuuuuucha, se quema!”, grita apresurado, con la voz gruesa y agitada, y saca el plato blanco ardiente del microondas. Parece un giradiscos. Es su principal instrumento de vida: ahí come el seco de picudo que tanto le gusta, un pescado bañado en un sofrito de tomate con abundante arroz amarillo, una exquisitez popular en Portoviejo, la ciudad en la que vive Bartolo. En ese plato también “quema” lo que le da de comer: la cocaína.
Algunos le dicen “oro blanco”. Otros, “el perico”. Pero Bartolo llama “la merca del infierno” a la droga que más circula en Ecuador —en 2021, el año con mayor número de decomisos en la historia del país, se incautaron más de 173 toneladas de cocaína, que supera el 82% del total decomisado el año anterior.
Pero ese infierno, admite Bartolo, le permite vivir después de haber sido confinado 12 años en la Penitenciaría del Litoral. Con eso, se mete unos cuantos billetes al bolsillo, que completa vendiendo cocos o reparando cocinas o refrigeradoras. Con eso, cuenta, compra comida para tres bocas, que a veces son cinco cuando llegan sus nietos, y paga la gasolina de su motocicleta.
Con mucho cuidado, Bartolo va reduciendo a polvo las piedritas de cocaína, como los granitos de sal gruesa que se riegan en cada cocina. Así llega la compra que hace desde laboratorios y cristalizaderos en Esmeraldas, una ciudad también costera y también atravesada por la pobreza y el flujo de droga, más al norte del Ecuador. Tac, tac,tac tac, tac, tac —suena una cuchara sopera que los aplasta contra el plato blanco caliente, lleno de coca.
Bartolo es rápido: es la experiencia que ha ganado en sus más de 40 años. En veinticinco minutos ya ha desvanecido una fundita de droga, que entraría en la manito de un niño de cinco años. Mientras lo hace, alguien nos ha mirado fijamente.
Unos ojos pequeños, abiertos como dos parasoles, me observan desde abajo. Es Jorgito*, un niño de dos años, que se va abriendo paso por el piso de cemento para abrazar a su abuelo. Bartolo, aún con las manos empolvadas con los rezagos de la cocaína amarga, carga a su nieto. “Trabajando estoy mijo, para que seas fuerte”, le dice.
July*, su esposa, una mujer de cabello rizado y ojos cafés, ha estado sentada en un sillón en completo silencio. Me sirve un vaso de cerveza y me señala cada rincón de su vivienda. Me invita a observarla. La casa de caña y techo de zinc, pintada con colores pasteles, que Bartolo construyó hace seis años, está enclavada en la cima de un barrio laberíntico, con basura en cada esquina, polvoroso, con casas de caña, donde los carteles de políticos que lanzaban promesas se van desvaneciendo como sus palabras.
Sus vecinos se asombran tanto con mi llegada que de a poco, recelosos, me miran de arriba para abajo a través de sus “ventanas”, que solo son telas tendidas, reconociéndome extraña. Bartolo y July viven en el Portoviejo olvidado, con lo básico: dos cuartos de dos por dos metros, cuatro sillas y dos mesas de madera café, brillantes por el aceite con el que las limpian a diario, y un baño. Todo está impecable, limpio: los vasos, los platos, la cocina. “Aquí sobrevivimos, na’ más”, me dice Bartolo con las cejas levantadas y con Jorgito en brazos.
Cuando Bartolo dice “sobrevivir”, lo dice en un sentido literal: todos sus amigos están muertos, asesinados por policías durante persecuciones y por antiguos compañeros que, con el tiempo, se convirtieron en competencia.
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Hay historias que se escuchan mejor cuando el sol se ha ido, como aquella que me contaron durante mi primera visita a La Zona. Es una calle larga que se arma y rearma cada noche con los puestitos informales de uno de los 300 barrios de Andrés de Vera, una de las diez parroquias urbanas de Portoviejo, la capital de Manabí, la segunda provincia con más flujo de droga en Ecuador, privilegiada con puertos marítimos, pero quebrada por la violencia, el sicariato y las redes de delincuencia organizada.
No hay letreros, tampoco nombres, pero cada quien sabe cuál es su lugar. Sí existe una frontera visible: una garita hecha de caña marca el ingreso a La Zona. A las siete de la noche, parece la hora de salida de un colegio nocturno: adolescentes y jóvenes se agrupan en las puertas de madera de casitas resquebrajadas y apiñadas una junto a la otra. No viven ahí, esas son solo sus paradas.
La fachada colegial, sin embargo, es solamente una ilusión. En ese barrio no hay escuelas, ninguno de sus casi dos mil habitantes ha pasado de la primaria. Ríen cuando les pregunto si quisieran estudiar en la universidad.
Para los pobres de La Zona, la cocaína es el cerro por el que caminan hacia la sobrevivencia. “Son emprendimientos ilegales en economías de subsistencia”, dice Núñez. Sobre todo, para aquellas personas que no consiguen un empleo formal, en un país donde más de cinco millones de personas viven con menos de noventa dólares al mes, según el reporte del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), de julio de 2021.
Pero dentro de esa ecuación de supervivencia, la violencia es un factor inevitable del cálculo. En realidad, explica Núñez, llega a ser autorregulada por los propios expendedores, como el acuerdo implícito que terminó matando al vendedor de heroína. Pero también es la violencia que se ejerce contra los usuarios.
“A mí muchos me desean el mal porque vendo más”, dice Bartolo. Ha perdido a varios de sus usuarios. No porque hayan preferido la que oferta otra familia —aclara—, sino porque los otros “los obligan a comprarles. Ellos saben que no pueden meterse conmigo y les hablan, les gritan, les arrinconan. Algunos me llaman para contarme y vuelven. Otros ya no”, cuenta.
Allí, a diferencia de las redes de delincuencia organizada, la disputa no se convierte en matanzas entre competidores, no concibe aquella escala de violencia: sino contra los usuarios, amedrentados por los expendedores que sí o sí deben vender su producto.
Como en toda comunidad, hay cada personaje: desde el cantante que quiere parecerse al salsero Frankie Ruiz, el nieto que juega pelota en las calles polvorosas, el sobrino comedido que ayuda a llevar los racimos de plátano verde, hasta la hermana que acolita a recorrer el barrio donde los gallos cantan a cualquier hora. La Zona se alimenta con sus voces en un laberinto caluroso, lleno de techos de zinc y casas convertidas en caletas —parecidas a largas casas de árbol que con un deslave se arrancarían como plumas, donde no hay policía —no vi a ningún agente durante los cuatro días que estuve ahí— y se trabaja más de 15 horas al día por un plato de comida.
Aunque la venta de drogas parecería ser un negocio rentable que permite la vida de lujo de los narcos que salen en las series de Netflix —Cocaine Inc. tituló la revista Times en 1991 sobre la mega red que era el Cartel de Cali—, los eslabones más bajos de su operación nunca ven el oropel de los yates, las mansiones, los relojes de oro y los banquetes opíparos.
En la casa de Bartolo hay verde, pan, leche y, si hace calor, cerveza. Vive al día. Cada mes compra dos “aparatos”, así llama a los paquetes de droga, envueltos en cartón —uno de mil gramos de cocaína, otro de mil gramos de polvo— es decir, dos kilos de droga por los que paga más de mil quinientos dólares. Pero la ganancia no es inmediata. “Nunca ves la plata en montón. Vendes de poco en poco y con eso comes. Recién arreglamos la nevera, ahí se me fueron más de cien dólares”, dice Bartolo. Este mes, me cuenta, al fin comprará una cocina nueva, la que tenía, ya no sirve. “Están los niños, a veces se compra más, otras menos”, me dice y me señala su sala, donde hay dos sillones y una televisión: “Aquí no hay riqueza”.
Además de la comida, en su casa hay un problema aún mayor. El hijo de su esposa July tiene una adicción severa a las drogas —aunque ella prefiere no decir a cuál. Ha intentado más de una vez internarlo en una clínica de rehabilitación, pero el dinero no alcanza y tampoco confía en esos sitios. Más de una vez ha escuchado sobre maltratos y golpizas contra los internos. Hay algo en el rostro sonriente y al mismo tiempo esquivo, como avergonzado en ocasiones, de July que me hace pensar que es la misma que venden en su casa. “Ya mismo vuelvo a los caminos del señor”, dice July, quien se ha convertido en la ayudante de Bartolo.
Ella es quien prepara los platos para “quemar” la cocaína y quien corta las fundas para los empaques. A veces también ayuda a licuarla en un pequeño procesador de alimentos. Está frustrada, pero lo dice en voz bajita, como un susurro. Antes trabajaba, cuando estaba casada con un pastor evangélico. Ahora, su vida es la antítesis, aunque, dice, siempre fue agredida. En nombre de Dios y en nombre del infierno.