Nací bien lesbiana. Demasiado lesbiana. Aunque suene un estereotipo, odiaba ponerme los vestidos que mi mamá quería —rosados y con florcitas. Odiaba el pomposo peinado con el que venía el vestido, el peinado que me duraba apenas cinco minutos. Odiaba las medias blancas que parecían manteles. Los aretes. Y las faldas. ¿Quién carajos le pone una falda a una niña? No me dejaban trepar libremente a las rejas de la escuela. No me dejaban perseguir a los compañeros.

De niña, mi ropa favorita era la que lograba sacar a escondidas del clóset de mi hermano mayor.

Vivía moreteada, despeinada, y queriendo convencer a mis hermanos de hacer cambalaches: las insípidas barbies que me daba mi abuelita, por sus increíbles GI Joes. Un trueque que parecería justo.

Quizás mi orientación sexual siempre estuvo al frente mío. Pero pasaron muchos años más para entenderlo.

Crecí y me volví una mujer “normal” que quiere hacer su vida romántica, sentimental y sexual como cualquier otra.

Hice lo que se suponía que debían hacer las mujeres “normales”, como tener novios. Y lo intenté. Lo intenté tanto que casi marcaba novios como marcar entradas y salidas de un trabajo. Pero no ese tipo de trabajo al que vas inspirada a hacer algo que amas. No. Aquí no se me movía nada, ni el corazón. Claro que seguía palpitando, pero yo estaba muerta por dentro.