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Opinión Intern: La ingratitud como forma decadente de estar en el mundo- Lisandro Prieto Femenía

«La gratitud no sólo es la mayor de las virtudes,

sino que es la madre de todas las demás»

Cicerón

Supo ser un bien moral común entre nuestros antepasados, pero hoy es una joya despreciada e infravalorada, pese a su tremenda escasez. Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre un aspecto lamentablemente tan común en la cotidianidad de las interacciones humanas, a saber, la ingratitud como forma de vida naturalizada por una sociedad cada vez más mezquina y frívola. Se trata evidentemente de un vicio lamentable que podría definirse como la falta de reconocimiento, reciprocidad y agradecimiento hacia gestos de generosidad o de buena educación recibidos por otros.

El precitado comportamiento nos ha empujado permanentemente a erosionar las relaciones interpersonales al mismo tiempo que ha soslayado profundamente el tejido moral de las sociedades en las que hasta hace muy pocas décadas, lejos de ser un lujo de pocos, la gratitud era la moneda corriente de la «normalidad», tan detestada por las éticas líquidas posmo progres afrancesadas. En este breve artículo trataremos de explorar el concepto, su etimología y brindaremos algunas reflexiones sobre su impacto en la moralidad y la convivencia humana.

Bien sabemos que el vocablo «ingrato» proviene del latín ingratitudo, compuesto por el prefijo in (que denota «negación», «ausencia» o «carencia») y gratitudo (gratitud, gratuidad). Evidentemente, este término latino deriva de gratus, que significa «agradable», «grato» o «agradecido». Vista así, desde el simple análisis etimológico, la ingratitud es la ausencia de agradecimiento o la falta de reconocimiento hacia un favor recibido gratuitamente, a cambio de nada más que un sencillo «gracias».

Recordemos brevemente al gran Séneca, quien dedicó gran parte de su obra a reflexionar sobre las virtudes y los vicios de los seres humanos. En sus «Cartas a Lucilio» describió la ingratitud como uno de los vicios más despreciables, argumentando que se trata lisa y llanamente de un acto de injusticia que viola la reciprocidad fundamental y necesaria para el correcto desenvolvimiento de las relaciones humanas. Para el romano, la gratitud sería esencial para mantener la cohesión social mientras que la ingratitud es una amenaza directa que amenaza con deshilachar el tejido moral de cualquier comunidad.

«La ingratitud es la abominación de las almas viles; el hombre agradecido es uno de los mejores frutos de la nobleza humana» Séneca, 65 d.C.

Como podemos apreciar, la gratitud es un concepto profundamente ligado a la filosofía estoica, escuela de pensamiento propia de la antigua Grecia y Roma que reivindicaba el valor precitado no sólo como una virtud, sino como una herramienta crucial para alcanzar la tranquilidad y la felicidad en una vida con sentido. Particularmente, Marco Aurelio, uno de sus más destacados exponentes, dedicó parte considerable de sus reflexiones a este asunto, ofreciéndonos un contraste notable con la ética imperante actual, dominada por el individualismo y la atomización social.

En sus «Meditaciones», Marco Aurelio destacó la importancia de la gratitud como un medio necesario para cultivar la sabiduría y la fortaleza interior. En el Libro II, sostiene que al levantarnos por la mañana, deberíamos pensar en el precioso privilegio de estar vivos, de respirar, de poder pensar, de tener la capacidad de disfrutar y de amar. Lejos de ser una típica frase motivacional de coaching ontológico de hipermercado de autoayudas, lo que nuestro filósofo emperador nos está queriendo indicar es que esta simple pero profunda práctica de reflexión sobre las «bendiciones» cotidianas que no apreciamos, es una manera clave de enfocar la mente en lo que realmente importa y de desarrollar una actitud de agradecimiento fundamental para la serenidad necesaria de una mente que necesita pensar (como bien sabemos, con hambre y ruido, es difícil pensar).

«Recibe sin arrogancia, deja ir sin apego» M. Aurelio (Meditaciones, Libro VIII,33).

Ya en la modernidad, el filósofo empirista del siglo XVIII David Hume, sostuvo en su «Tratado de la naturaleza humana»   que las emociones y las costumbres son fundamentales para una moralidad que apunte a la paz social. El rol que jugaría la ingratitud es atentar contra las normas que nos unen en igualdad de condiciones ante la ley mientras que deteriora la esperanza de vivir entre personas civilizadas, simbolizada en la reciprocidad. Según Hume, la gratitud es una respuesta natural a la benevolencia mientras que su contraparte, la ingratitud, es una afrenta directa a los sentimientos humanos nobles y la común unión de los ciudadanos.

«La ingratitud es un defecto que los seres humanos condenan porque rompe los lazos de la sociedad y la amistad» D. Hume, 1739.

En su «Fundamentación de la metafísica de las costumbres», Immanuel Kant argumentaba que la ingratitud es básicamente inmoral porque no puede ser universalizada como una ley moral. Pobre Kant si se levantase entre los muertos y pudiera apreciar que su presuposición era más un deseo que una proposición asertiva. Recordemos que el filósofo alemán postuló un imperativo categórico, el cuál dictaba que  uno debe actuar según aquellas máximas que pueden convertirse en una ley universal (en criollo, señor, señora, no le haga a los demás lo que a Ud. no le gustaría que le hagan). Pues bien, la ingratitud, al no poder ser universalizada sin que ello implique socavar el principio mismo de la moralidad, se consideraba moralmente incorrecta. En palabras del mismo Immanuel:

«Actúa de tal manera que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin, y nunca simplemente como un medio» (Kant, 1785).

La pista kantiana, aunque desactualizada y carente de sentido, puesto que su deseo claramente nunca se llegó a concretar, nos da una pauta bastante clara para entender por qué hoy es tan común y está tan bien vista la ingratitud: contrariamente al postulado de Kant, pareciera ser que en tiempos posmo-progresistas líquidos las acciones, gestos y apoyos de las personas radican en la consideración de ver a los demás como medios para fines, y no como fines en sí mismos. Cuando sucede esta degeneración moral, la humanidad deja de considerar la gratuidad del gesto y comienza a darle valor solamente a aquello que le pueda servir para sus fines particulares en el marco de una ética establecida con firmeza en la individualidad de un sujeto patéticamente frívolo, vacío y egoísta.

Tal vez usted se pregunte ¿qué tiene que ver el egoísmo con la gratitud? Pues bien, no se me ocurre una práctica de humildad y reconocimiento de la interdependencia humana (del «otro») más importante que la gratitud. Siguiendo el hilo del gran Marco Aurelio, es preciso reconocer que «todos estamos trabajando juntos para un mismo fin, algunos con conocimiento y otros sin saberlo» (Meditaciones, Libro VI,42). Esta perspectiva nos recuerda que nuestras vidas están profundamente entrelazadas y que debemos estar agradecidos por las contribuciones de los demás por dos motivos sencillos: primero, no somos, ninguno de nosotros, cien por ciento autosuficientes y segundo porque absolutamente nadie llega a ningún lado en este mundo sin el apoyo y el cariño de los demás (nuestros antepasados, nuestros padres, nuestros vecinos, amigos, etcétera).

¿Por qué reflexionar sobre ésto hoy? Porque estamos atravesados por el individualismo y la atomización social mediante un ethos que valora desmedidamente una falsa autonomía personal y éxitos individual e indivisible, lo cual nos ha llevado a considerar la gratitud como una debilidad o una concesión de dependencia de los demás: los ingratos consideran que la buena gente es idiota y hay que sacar provecho a más no poder de ellos. A ver si nos entendemos: está todo bien con celebrar cierta independencia y algún que otro supuesto auto-empoderamiento, pero considerar que ese es el fin de la vida misma (y no un medio) nos ha empujado a una nauseabunda visión transaccional de las relaciones humanas donde el agradecimiento sólo existe en un vínculo de reciprocidad directa («yo te doy, si tú me das») y no en una apreciación genuina de las relaciones humanas con sentido existencial que deje de ver «al otro» como cosa útil.

«Abordando la cobarde tolerancia a la maldad»

13 abril 2024 «La tolerancia es un crimen cuando lo que se tolera es la maldad» Thomas Mann.

Hoy queremos invitarlos a reflexionar sobre un asunto muy preocupante, sobre todo por su aparente silencio: la tolerancia a la maldad. Bien sabemos que estamos viviendo en un era en la que se nos insta permanentemente a ser tolerantes y comprensivos desde un punto estrictamente formal de la discursividad, pero que, en el plano de lo real, está atravesada por la violenta imposición y presión de usos y costumbres bastante flojas de papeles. Justamente por ello, hoy queremos invitarlos a analizar los límites de la tolerancia, específicamente cuando se trata de soportar a la maldad.

Cuando Karl Popper sostuvo que la tolerancia «ilimitada» nos lleva a la desaparición misma de la tolerancia y a la fundación de una intolerancia normalizada, nos indicó claramente que el soportar no debe ser nunca un pretexto para permitir que la maldad prolifere en nuestras sociedades. Por deducción lógica natural, si pretendemos extender esa «tolerancia ilimitada» incluso a aquellos despreciables que son realmente intolerantes, si no estamos preparados para defender de verdad una sociedad tolerante contra la embestida de ellos, entonces los «tolerantes» serán destruidos y toda paciencia de tolerancia junto con ellos.

Como habrán podido apreciar, queridos lectores, la herramienta esencial para discernir entre lo correcto e incorrecto, entre lo justo y lo injusto es, sin lugar a dudas, el pensamiento crítico (que no es otra cosa que el resultado de una educación para la libertad de sujetos que no temen tener criterio propio para analizar su realidad). Sin embargo, en un mundo desgarrado completamente por la era de la desinformación, en la que se nos bombardea permanentemente con datos y opiniones, se hace difícil encontrar dicho «criterio», aunque es el mayor desafío puesto que, como nos legó Bertrand Russell, «el deseo de liberar a los demás de sus errores es un signo de que uno mismo también los comete». Para no ser cómplices del precitado sistema de estupidización masiva, es necesario no solo que critiquemos la malicia, sino también todas las estructuras y sistemas que las propician y perpetúan.

Ahora bien, y esto es crucial: no se puede pensar sin rendijas, intersticios y pequeños espacios de libertad. Ustedes amigos saben mejor que yo que se ha confundido la «libertad de expresión» con la libertad de agresión, a un punto tal que hemos llegado al extremo de presenciar agendas globales que utilizan esta libertad para utilizarla como escudo para difundir discursos de verdadero odio y promoción de violencia explícita sin consecuencia alguna. Dadas así las cosas, nos tenemos que preguntar, inevitablemente: ¿en qué clase de democracia creemos que vivimos si su pilar fundamental, la libertad, no es más que un recurso de unos pocos para someter a la gran mayoría?

Vuelve a sonar fuerte la voz de Voltaire, quien nos recordaba que la tolerancia tiene sus límites, más allá de los cuales se convierte directamente en complicidad con la injusticia. En su Tratado sobre la tolerancia, defendió ardientemente la libertad de pensamiento y religión, pero también advirtió con claridad quirúrgica sobre los peligros de una tolerancia boba o indiscriminada. Tolerar, en este sentido, no implica aceptar pasivamente cualquier idea o práctica social, sino más bien reconocer la dignidad y los derechos fundamentales de cada individuo en una sociedad. Ahora bien, este tolerar tiene sus límites, especialmente cuando se trata de ideas que se disfrazan de tolerantes pero promueven la opresión y la exclusión.

Bien sabemos que por su contexto Voltaire fue un crítico feroz de la intolerancia religiosa y la persecución política, pero al leerlo hoy, en el primer cuarto del Siglo XXI, nos saos cuenta que se opuso con vehemencia a aquellos que utilizan la tolerancia como pretexto para imponer sus propias creencias e intereses, mientras que buscan con ello restringir directamente la libertad de los que no quieran ser silenciosos adeptos. No es casual que en sus «Cartas filosóficas» haya dejado establecido su lema sobre este asunto: «No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo», dejando explicitado con claridad que el desacuerdo es sagrado siempre y cuando medie entre las partes el respeto mutuo que garantice la convivencia civilizada.

Siguiendo el hilo de Voltaire, debemos evitar que la tolerancia se convierta en la virtud de los tibios que no tienen convicciones. Por el contrario, es necesario fomentar, desde la educación familiar y formal, que los seres humanos apunten a la verdadera tolerancia que implica tener la valentía de defender nuestros principios y valores, incluso cuando ello implique tener que confrontar con aquellos que promuevan ideas intolerantes o discriminatorias disfrazándose de pseudo pluralismo marketinero.

Por su parte, John Stuart Mill en su utilitarismo discutible en parte, sostuvo que la única libertad que merece su nombre es la perseguir nuestro propio bien a nuestra manera, siempre y cuando no intentemos privar a otros de la suya». Visto así, la tolerancia hacia la maldad podría ser una negación de esta libertad, ya que habilita que se coarte la libertad de aquellos que son realmente víctimas de la injusticia y la opresión. Evidentemente, estamos tratando de demostrar que es necesario un grado de compromiso por la sociedad en la que formamos parte: no podemos seguir siendo nómadas infiltrados en comunidades, solitarios rodeados de gente, egoístas entre tanta necesidad. La virtualidad absurda y permanente nos ha confundido al punto tal que hemos olvidado que la injusticia que se realice en cualquier parte es directamente una amenaza para la vida justa en todas partes, como sostuvo Luther King al señalar con claridad que lo que nos debe fastidiar no son los gritos esquizofrénicos de los malditos, sino el silencio cobarde de los hombres buenos.

Permanecer abúlicos e indiferentes ante la maldad nos hace cómplices directos de la misma. Es aquello contra lo cual despotricaba Arendt al describir al «mal banal»: es necesario actuar, hacer uso de la libertad, levantar la voz contra la injusticia y ser conscientes que ello puede significar enfrentarse a mareas completas de idiotas funcionales que se ofenderán y nos querrán incluso lastimar por no compartir con nosotros ese ideal de vivir dignamente y auténticamente sin ser parte de aquello que destruye, mata, excluye y agrede innecesariamente.

No es tampoco casual que tengamos a nivel mundial la crisis institucional de la democracia y la decadente representación política, cada vez más mediocre e ignorante. La tolerancia hacia lo que está mal nos ha llevado a este punto, en el cual reina la apatía y el desinterés por querer participar en la vida política y social para mejorar nuestras condiciones de vida y no sólo para obtener un rédito personal. Al parecer se ha cumplido la profecía de Burke, que afirmó que lo único necesario para que triunfe el mal es que los seres humanos decentes se sienten a mirar el caos sin hacer nada. En fin, amigos míos, los dejo con esta pequeña inquietud que apela a vuestra voluntad y compromiso para combatir el imperio de la mentira y la hipocresía a la que se combate estando alerta (pensando, eso, sólo eso) ante los intentos de manipulación y control, vengan de donde vengan, y trabajar juntos para construir una sociedad más honesta, justa y equitativa. Nos lo merecemos de verdad, ¿no les parece?

30 diciembre 2023

“Pensando el lugar, de los que no tienen lugar”- Lisandro Prieto Femenía

 

Una injusticia hecha al individuo

es una amenaza hecha a toda la sociedad.

Montesquieu (1689-1755)

 

 

“Las chicas que nos desdeñaron, los chicos que nos dejaron solos, los extraños que nos ignoraron, los padres que no nos entendieron, los jefes que nos rechazaron, los mentores que dudaron de nosotros, los abusadores que nos vejaron, los hermanos que se mofaron de nosotros, los amigos que nos abandonaron, los conformistas que nos excluyeron, los besos que nos fueron negados, porque ninguno de ellos «nos vio». Estaban muy ocupados mirando para otro lado, mientras yo dirigía la mirada a vosotros. Sólo a vosotros. Porque soy uno de vosotros.”

Así comienza el último capítulo de la serie “The New Pope”, secuela de “The Young Pope” (del grandioso Paolo Sorrentino), en el que un ficticio Papa Juan Pablo III (John Malkovich) brinda su primer discurso en la Plaza de San Pedro dedicando cada una de sus palabras a sus feligreses dolientes, a los cuales se les ha negado su lugar en el mundo mediante la exclusión y el desprecio naturalizado. La declaración del “Sumo Pontífice”, lamentablemente de mentiritas, es evidentemente poderosa y emotiva, puesto que sus palabras apuntan a una audiencia que durante toda su vida se ha sentido marginada, incomprendida y desatendida por su sociedad. La potencia de las palabras elegidas por el guionista de la serie y puestas en la boca de este tremendo actor pretende generar una conexión entre esa porción significativa de la población que ha sido excluida y una autoridad eclesiástica que, al parecer, también lleva en sus espaldas su propio calvario del desprecio de sus propios padres. Lo que parecen tener en común ese jefe de Estado y los simples ciudadanos, en este caso, es el dolor de querer formar parte de un mundo que nos da sistemáticamente la espalda, con el aval y anuencia de la gran mayoría que sí se sienten cómodos y adaptados a los requisitos establecidos por la moda vigente.

 

“El dolor no tiene jerarquía. El sufrimiento no es un deporte, no hay una clasificación final. Atormentados  por el acné y la timidez, por las estrías y la incomodidad, por la calvicie y la inseguridad, por la anorexia y la bulimia, por la obesidad y la diversidad, denigrados por nuestro color de piel, por nuestra orientación sexual, nuestros bolsillos vacíos, nuestros defectos físicos, nuestras discusiones con nuestros mayores, nuestras incontables lágrimas, el abismo de nuestra insignificancia, las cavernas de nuestras pérdidas, el vacío de nuestro interior, el recurrente e incurable pensamiento de acabar con todo sin lugar para reposar, sin lugar para descansar, nada a lo que pertenecer: ¡Nada! ¡Nada! ¡Nada!”

Pues sí, parece que sí es un deporte global esto de descalificar personas mediante un dañar que es común para tantos, y necesario para nadie. Vemos representada una amalgama de experiencias puramente humanas que se han vuelto insignificantes para quienes detentan el poder y para quienes, patéticamente, naturalizaron la violencia para “encajar en” un “lugar” en el que, para pertenecer, hay que pisotear, humillar, traicionar y denigrar a una cantidad incontable de personas. Si bien se enumera una diversidad de “heridas sociales” (desde el racismo, la homofobia, el xenofobia y la aversión a los que menos tienen), es preciso señalar que todos nosotros, sí, usted también querido lector, en algún momento de nuestra vida hemos enfrentado batallas personales contra la exclusión que nos han dejado cicatrices aparentemente invisibles pero profundamente explícitas y lamentables.

“Sí.  Así es cómo nos hemos sentido. Y como vosotros, lo recuerdo todo. Pero ya no importa que el mundo se haya enfrentado a nosotros, porque ahora seremos nosotros los que nos enfrentaremos al mundo. No volveremos a tolerar que se nos considere un problema, porque la realidad es que ellos son el problema y nosotros, la solución. Sí, nosotros, que hemos sido traicionados, abandonados, rechazados y malentendidos, por no decir, despreciados. «No hay lugar para vosotros aquí», fue lo que nos dijeron con su silencio. «Entonces, ¿dónde está nuestro lugar?», les imploramos con nuestro silencio. Nunca se nos dio esa respuesta.”

Quien ha sufrido, siempre recuerda: es muy difícil, casi un desafío imposible, olvidar la facticidad de la crueldad y el desdén que uno ha recibido. Las personas hacemos todo lo posible de seguir adelante, con eso a cuestas, pero la tolerancia tiene sus límites. En esta dialéctica de amos y esclavos llamada historia de la humanidad quedan pocas opciones: o se abraza el vacío, la nada como valor, la aceptación de nuestra negación, o reaccionamos, siendo conscientes que absolutamente nada ni nadie debería tener el poder de extinguirnos, apagarnos, postergarnos, acallarnos y ningunearnos. Las múltiples formas, algunas sutiles, otras vulgares, todas violentas, de eliminar la posibilidad de ocupar un lugar en una sociedad se han ido sofisticando con el paso de los siglos. Hoy no hay paredones de fusilamiento ni horcas en las plazas, existen mecanismos delicadísimos que cumplen la misma función violenta pero con formas administrativas, burocráticas e incluso mediáticas tan sutiles que a veces, lamentablemente, las víctimas del desprecio creen merecerlo.

“Pero ahora lo sabemos, sí, sabemos cuál es nuestro lugar: nuestro lugar está aquí. Nuestro lugar es la Iglesia. El cardenal Biffi lo expresó de una manera asombrosamente simple: «Somos todos miserables desastres que Dios ha unido para formar una gloriosa Iglesia». Sí, somos todos miserables desastres. Sí, somos todos iguales, y sí, somos los olvidados. Pero hasta hoy. Porque de hoy en adelante, no volveremos a ser olvidados, se los aseguro. Nos recordarán, porque somos la Iglesia.”

El precitado llamado a la memoria en el monólogo nos insta a mirar hacia adelante con valentía: la clave estaría en dejar de ser considerados rechazados y olvidados para convertirnos dignos de ser considerados inolvidables. El primer paso consistiría en no ceder ante las definiciones externas que recibimos, el ser considerados “el problema”, sino abrazar fuertemente la idea de que la solución está en nosotros en tanto que las experiencias de rechazo no tienen el poder, en absoluto, de definir nuestro valor. Parece simple, pero créanme, no lo es, justamente porque tenemos que romper que la naturalización constante de las etiquetas y limitaciones que nos imponen en todos los ámbitos de la vida en los que nos quedamos mover, específicamente en aquellos que supuestamente están para cuidarnos y querernos y no hacen otra cosa, a veces, que maltratarnos.

En segundo lugar, la metáfora señala la necesidad de renunciar a la abulia comunitaria en la que se ha instalado que nadie debe hacer nada por nadie, y que a lo sumo solamente el Estado es el encargado de asistir someramente (y lo hace, casi siempre, de manera inequitativa) contrastándolo con la idea de la posibilidad de una participación que se haga visible mediante la unión de fuerzas en la adversidad. Utiliza a la Iglesia como eje, pero podemos considerarlo una analogía a la idea de comunidad bien entendida, en la cual supo ser primordial la unidad, la solidaridad, la compasión y la aceptación mutua mediante la empatía que brota del trabajo. Sí, todos tenemos nuestras miserias y desastres, pero es mediante la común unión de los pueblos que se ha logrado tener la fortaleza suficiente para salir adelante en cada época y tribulación que se ha presentado. Esto ha sido posible porque las comunidades eran un espacio social en el cual podíamos encontrar un refugio en el que las heridas del pasado podían sanar, más allá de las superficialidades ideológicas de los panqueques de turno, los cuales vienen demostrando se totalmente incapaces de mover un meñique siquiera para cerrar las grietas y unir a aquellos que vienen siendo sistemáticamente marginados.

En última instancia, es crucial recordar que el rechazo no es el final de la historia: la narrativa tanto individual y personal como colectiva es permeable a la posibilidad de transformación, y la comunidad debe volver a ser ese espacio donde las experiencias compartidas se convierten en una fuente de fortalezas, bajo la convicción real de que nadie está de más, nadie sobra, nadie molesta y nadie merece estar tirado al lado del camino.  Nadie quiere, ni Ud. ni yo, caro lector, ser recordado por nuestras aflicciones, sino por cómo hemos enfrentado el mundo y lidiado con nuestras cicatrices, transformándolas en símbolos de resistencia y no en signos de victimización constante.

Como habrán podido apreciar, esta invitación a la empatía real que trasciende los likes de redes sociales y a la acción comunitaria resuena más allá de una ficción de plataformas de streaming que nos insta a abandonar la consideración del “sálvese quien pueda por su cuenta” (modelo que nos está devastando cada vez más, a la vista está) y proceder a la consideración de que todos somos necesarios para la solución a nuestros propios desafíos puesto que sin aceptación mutua y sin celebración de nuestra humanidad compartida, sólo nos queda la nada, la devastación que no permite redención. Arendt lo señaló exquisitamente cuando asimiló la idea de “destrucción del mundo” a través de fenómenos como la alienación, la masificación y la pérdida de la esfera pública: la verdadera destrucción acaece cuando se socava la interacción social y se limita al extremo la acción pública mediante la reducción permanente de la diversidad de opiniones y actividades en el espacio comunitario. Está claro que la uniformidad, la despolitización y la pérdida del compromiso por lo común nos lleva a un empobrecimiento de las interacciones humanas (fíjese, amigo lector, con quién puede y de qué puede hablar, le dará escalofríos) que sólo puede darse como caldo de cultivo de un mundo en el cual, para unos pocos, es extremadamente rentable que casi la totalidad de las personas adoren la apatía y la inacción constante ante injusticias que lejos de causar pavor, entretienen.

«Fagocitando el fuego del asombro» – Lisandro Prieto Femenía

«El hombre tiene que despertar al asombro».

Ludwig Wittgenstein

Analicemos primeramente el vocablo, desde su etimología, para notar qué nos revela. Bien sabemos que “asombro” proviene del latín “amiratio”, entendido como admiración en cuanto que “ad” se refiere a la dirección hacia la que se dirige la “miratio”, mirada u observación. En esta acepción, se trataría de la mirada que se dirige hacia lo que causa perplejidad. Pero como podemos notar, no es suficiente para comprender la importancia del concepto, en tanto que el prefijo “ab-a” se refiere a la acción de “sacar de”, acompañada del “sub” (lo que está debajo) de las sombras (“umbra”). Asombrarse entonces es ser capaces de dirigir la mirada hacia aquello que subyace en la oscuridad mediante la exposición de alguna cualidad que se ignoraba o pasaba desapercibida.

En filosofía el asombro ocupa un lugar central, puesto que se trata de una actitud fundamental que habilita la reflexión y la búsqueda de la verdad mediante el conocimiento racional. Conjuntamente con la etimología previamente descrita, en filosofía se suele asociar al asombro con metáforas de un despertar de nuestra conciencia, para intentar comprender el mundo que nos rodea y nuestra existencia.

En el caso de Platón, específicamente en su diálogo “Teeteto” consideró al “thaumazein” (asombrase, admirarse, maravillarse)  como puntapié inicial del filosofar: cuando nos asombramos ante el mundo y sus fenómenos, comenzamos a cuestionar y a buscar explicaciones. Visto así, el asombro es representado como el deseo de conocer y comprender más allá de las apariencias sensibles y superficiales.

 Por su parte, Aristóteles iba a sostener algo similar, pero haciendo énfasis puntualmente en el aspecto que propicia el asombro: la incomprensión propia que se da cuando no entendemos lo que estamos observando. En su Metafísica, primer libro, capítulo 2 nos indicó que el asombro es un estado previo al filosofar, en tanto que surge a partir de la percepción de algún objeto o evento digno de ser cuestionado. Como podemos apreciar, el rol que ocupa la percepción en el proceso de reflexión es fundamental: la “perceptio” no se limita al acto de observar algo en concreto de manera sensible, sino que implica también el enfoque que nos permite capturar algo a través de una mirada direccionada por la intriga propia del pensamiento.

También Kant argumentó sobre el asombro como reacción natural del sujeto cuando se topa ante lo desconocido o aquello cuya vastedad y complejidad requiera digna atención: sin duda lo considera un estado mental que nos induce a preguntar y buscar comprensión de aquello que percibimos. Ahora bien, es importante tener en cuenta que si bien es un comienzo, el conocimiento apropiado sólo es posible mediante la razón y la crítica de nuestras percepciones: el asombro sólo es un chispazo que requiere de un proceso sistemático de análisis y reflexión posterior para lograr un conocimiento digno. No alcanza con esa reacción inicial, siempre será necesario aplicar los principios de la razón sobre nuestras experiencias sensoriales para poner en funcionamiento la construcción de todo conocimiento.

Posteriormente Kierkegaard relacionará el asombro a la experiencia de la angustia existencial en cuanto que el asombro habilita la posibilidad de enfrentarnos la noción de libertar y responsabilidad personal: nos asombramos ante la capacidad de elección de decisiones en la vida, lo que implicaría necesariamente tomar una posición moral ante la conciencia de la inescapable finitud. En otras palabras, cuando Kierkegaard sostiene que la angustia es el vértigo de la libertad, nos está indicando que dicho “vértigo” es un tipo de asombro producido como respuesta emocional ante la conciencia de libertad para poder decidir.

Heidegger consideró que el asombro (“erstaunen”) es una experiencia fundamental que nos conecta con una comprensión más profunda de nuestro ser y del mundo en el que hemos sido arrojados. Evidentemente, se trata de una exploración de la existencia humana y de una búsqueda de comprensión del ser-ahí. Desde su punto de vista, el asombró se produciría solamente cuando reflexionamos sobre nuestra existencia, al darnos cuenta de su extrañeza y perplejidad fruto del hecho de tener que vivir, sabiendo que vamos a morir: este asombro nos llevaría a cuestionar todas nuestras presuposiciones y creencias sobre aquello que solemos dar por sentado en la cotidianidad. Sólo mediante el asombro podemos romper con la inautenticidad propia de una rutina fatigosa para dar inicio al pensar. Está claro que, según el alemán, sin asombro no hay chance alguna de autenticidad existencial, justamente porque es ese estado mental el que habilita el camino hacia una comprensión del lugar que ocupamos en el mundo: la clave aquí es no perderlo, mantener prendida la llama del asombro que posibilita el pensar.

Ahora bien, si tuviésemos que buscar la imagen perfecta que caracterice al asombro en su totalidad, debemos acudir a los niños pequeños y su relación con el “mundo nuevo” que los rodea: inmediatamente se manifiesta la característica curiosidad innata que poseen y su deseo permanente de experimentar y descubrir más y más. Nuestros infantes son realmente fantásticos para hacer preguntas complejas y difíciles de responder, puesto que su afán de conocimiento aún no ha sido socavado por las formalidades propias de un sistema educativo alienante, normalizante y estandarizado. Los chicos son los portadores del asombro filosófico por excelencia, justamente porque no portan el temor a dudar que se les inculque paulatinamente a lo largo de su desarrollo de crecimiento físico e intelectual.

Sobre la importancia de mantener una actitud cognitiva abierta al mundo, el astrónomo, astrofísico, cosmólogo, astrobiólogo, escritor (y muchas cosas más), Carl Sagan (1934-1996) sostuvo que los niños pequeños tienen una capacidad enorme y notable para aprender ya que siempre están entusiasmados o “intelectualmente con los ojos abiertos”, haciendo preguntas extremadamente inteligentes sobre el mundo. Ese “entusiasmo”, que como dijimos antes, aún no ha sido masacrado por una crianza que atenta contra el pensamiento crítico, lejos de ser castigado y reprimido por el tabú que produce la verdadera libertad de un ser humano que se digna a pensar por su cuenta, en teoría debiera ser conducido, propiciado, educado y promovido (sin confundirlo, obviamente, con incentivos de pedagogías supuestamente propiciadoras de métodos “innovadores”, que lo único que logran es evitar el razonamiento profundo para quedarse en la estética de las formas, y nunca en la comprensión del contenido).

Para dar cuenta de ello, Sagan nos dará un ejemplo bastante sencillo: cuando un infante interroga “¿por qué el pasto el verde?”, o “¿por qué el cielo es azul?”, generalmente sus padres, tutores, docentes o cualquier adulto a cargo de su cuidado respondería vulgarmente con un “no hagas preguntas tontas”, “¿a quién le importa eso?”, “eso no es importante”, etc. Evidentemente, se naturaliza la desatención intelectual del niño al responder salvajemente de esa manera, puesto que no existen preguntas estúpidas, y mucho menos las que provienen de los niños, puesto que en ellos no existe el deseo de querer parecer cultos, sino que realmente desean saber las causas de las cosas y sus consecuencias últimas. Qué distinto sería si, en vez de aniquilar el espacio de la reflexión que habilitan los chicos, podamos incentivarlos a seguir cuestionando, buscando respuestas permanentemente mediante el razonamiento, la argumentación y la experimentación, a los fines prácticos de evitar que nuestros hijos lleguen a la conclusión de que usar la mente es algo malo o perjudicial.

Hume quiso darnos esperanza, en su espíritu moderno de confianza plena en el progreso de la razón, al sostener que tenemos cierta propensión «habitual» hacia lo maravilloso, y aunque dicha propensión pueda ser frenada «por el saber y el sentido común», confiaba en que no puede extirparse de manera definitiva de nuestra naturaleza. Pues, lo siento David, si bien es cierto que no se puede eliminar, puede atenuarse a niveles asquerosamente violentos y direccionarse hacia lugares bastante oscuros.

 

No es casual que veamos a nuestros adolescentes con una actitud totalmente apática y abúlica respecto al conocimiento: los hemos engañado rotundamente en un proceso inicial, en el cual les enseñamos a caminar y hablar, luego los incentivamos a dialogar para terminar callándolos y mandándolos a sentarse cuando nos resulta “molesta” su intervención. ¿Suena perverso no? Pues bien, a eso nos hemos dedicado por siglos, para que nuestros jóvenes eviten ser seres pensantes libres y opten por ser clientes fidedignos del culto al consumo que jamás se preguntará siquiera una vez un simple “¿por qué?”. Vemos a diario cómo ese fuego se va extinguiendo, generando seres humanos deshumanizados, antipáticos, patéticamente vulgares y extremadamente crueles (nuestros actuales y futuros gobernantes gozan de todas esas características). Así estamos…

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